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La Boda de Rachel


  
Director: Jonathan Demme

Intérpretes: Anne Hathaway, Debra Winger, Rosemarie Dewitt, Bill Irwin, Tunde Adebimpe, Anna Deavere Smith, Anisa George, Mather Zickel.

Duración: 114 minutos.

Nacionalidad: Estados Unidos.

por Asier Sisniega 

El presidente del jurado del recientemente clausurado Festival de Cine de San Sebastián, Jonathan Demme, traía bajo el brazo su última película, La Boda de Rachel, proyectada en la sección Zabaltegi. Presentada a comienzos del mes de septiembre en la sección oficial del Festival de Venecia, la cinta no logró una buena acogida por parte de la crítica especializada. Pese a la presencia del director en la ciudad, no pudimos contar con él hasta una vez finalizada la proyección, dado que se encontraba inmerso en los preparativos para la entrega de premios del Kursaal. De todos modos, en la posterior aparición tampoco pudo comentar con el público su trabajo, pues se presentó en calidad de presidente del jurado, sin querer robar la atención depositada sobre los premiados. ¿Fue la reacción del público tras la proyección distinta a la cuajada en Italia? Veámoslo.

Kym (Anne Hathaway) interpreta a una ex modelo drogadicta, cuya vida en los últimos años ha consistido en entrar y salir de muchos de los centros de rehabilitación del estado. En el pasado, mientras Kym se encontraba bajo los efectos de las drogas, sufrió un accidente de automóvil que le costó la vida a su hermano pequeño. Tal tragedia abrió irreparables heridas en el seno de la familia, hasta el punto de llevar al divorcio del matrimonio. A Kym le restaría por delante una vida de culpabilidad y de reproches, una pérdida que nunca podría resarcir, ni para su familia, ni para ella misma. Todo esto la hace continuar en una dinámica de depresión, drogadicción e imposible rehabilitación.

La boda de su hermana Rachel (Rosemarie DeWitt) le permite abandonar su terapia por unos días y regresar a casa. El reencuentro no será sencillo. Las tensiones se producirán frecuentemente y no faltarán las discusiones más acaloradas e incluso la violencia entre madre e hija. Pero siempre hay un lugar para el perdón, la reconciliación y el amor.

La Boda de Rachel trata de acercarse a la realidad en todo lo posible, hasta que aquello que vemos en pantalla sea próximo a nuestras propias vidas, como lo son las asperezas que siempre surgen dentro de las familias, que van más allá de las diferencias de razas y culturas. Para aportar esta veracidad, Jonathan Demme recurre al uso continuado de la cámara en mano, recordando en algunos momentos al movimiento Dogma, pero sin respetar la mayoría de puntos de su decálogo.


Esta verosimilitud, sin embargo, se ve enfrentada a una serie de hechos que lastran esta decidida búsqueda de la verdad común. Así, se dan varias circunstancias extremas que no son lo habitual en cada hogar, como la muerte de un hijo por culpa de la temeridad de una hermana irresponsable, el hecho de que esa hermana lleve mucho tiempo en rehabilitación y la mezcla de razas y culturas que de forma extraña nos presenta la película. En referencia a este último punto, en la boda se dan cita la cultura hindú, la afroamericana y las costumbres propias de Hawai, sin dejar atrás a los blancos anglosajones. Esta mezcolanza ciertamente extraña, no ayuda a la consecución del objetivo de realidad que buscaba el director, que a buen seguro quería otorgar un carácter global al mensaje de la película de esa manera.

La cinta se resiente en muchos puntos. Carecen de interés algunas secuencias excesivamente largas, como aquélla en que el novio y el padre de la novia compiten por ver quién coloca los platos y los vasos antes en el lavavajillas y de la mejor forma. Un ejercicio, que a todas luces resultaría tedioso incluso en el ámbito doméstico. Tan cansina o más es la larga lista de agradecimientos y parabienes que los invitados dirigen en una cena previa a los novios. Sin duda, se busca denunciar la hipocresía inherente  dentro de estos mítines sociales y familiares, pero su larga duración puede llegar a aburrir al más curtido. Los posteriores devaneos de Demme con su afición a la buena música durante el baile del día de la boda alejan una vez más al filme del entretenimiento, pues se pierde la medida del tiempo.

La Boda de Rachel es a la vez tan aburrida y tan necesaria como una boda de verdad. Por un lado, se dan cita una serie de protocolos y gastos carentes de mucho sentido, un vano intento de convertirnos en reyes y ricos por un día, pero por otro lado el enlace acerca a las familias y amistades, logrando por lo general ese contacto que en los últimos tiempos tanto se ha perdido y que sólo se produce de pascuas a ramos, cuando tienen lugar acontecimientos como el del título que nos ocupa.

El problema al que se enfrenta el respetable es que se encuentra ante una obra cinematográfica y ésta, aunque sea de denuncia o trate de reflejar fielmente la realidad, como es el caso, debe ante todo de entretener, como así afirmaban una y otra vez Hitchcock y Wilder. Desgraciadamente, La Boda de Rachel aburre, lo cual se tradujo en unos tímidos aplausos por parte del público a su finalización. Las continuas disputas familiares, algunas incluso encadenadas entre sí, sólo aportan un cierto grado de telenovela que tampoco hace ningún bien al resultado, contrastando con el tono acaramelado y excesivamente empalagoso de gran parte del metraje. Curioso, partiendo de alguien que ha dirigido El Silencio de los Corderos.

El trabajo interpretativo es solvente en todo momento, con un padre (Bill Irwin) que consigue transmitir a su personaje la debilidad de un hombre de poco carácter, que no sabe cómo lidiar con su familia y la pérdida de un hijo. Debra Winger, felizmente dedicada de nuevo al cine,  interpreta a una madre desvinculada de sus hijas y que vive con otro hombre. Sin embargo, el mayor peso recae sobre Anne Hathaway, empeñada en alejarse de papeles tan discutibles como el de Princesa por Sorpresa de su adolescencia. Cuesta asimilar a esta actriz como una mujer irónica y autodestructiva, que hace de su vida y de la del resto un infierno, pero ciertamente lo consigue.

La película se estrena en apenas un par de semanas entre nosotros y nada apunta a que vaya a conseguir el favor del público, pues no se trata de una obra para todos los paladares. Demme, como suele hacer frecuentemente, deja atrás los proyectos comerciales para ofrecernos su visión de una familia destruida. Quien se acerque a las salas de cine encontrará un film que por momentos acaricia la realidad, pero que no acaba de ofrecer estímulos y termina por aburrir. Tal vez sea mejor ejercicio alquilar unas películas como En la Habitación o La Habitación del Hijo, donde se describe con más tino las consecuencias familiares de la pérdida de un hijo.

Valoración: